Están desesperados, perdidos, no saben cómo lidiar con ello. Lloran a escondidas, googlean... buscan soluciones donde sea. Preguntan a sus conocidos, también a desconocidos. Todo sea por calmar sus propias angustias.
Se trata de padres cuyos hijos han caído en el flagelo de las drogas. “Es el infierno en la tierra”, me dice Juan José, progenitor de Matías, quien empezó consumiendo marihuana y hoy es adicto a la cocaína y el paco.
“Perdió a su mujer, perdió el trabajo, se alejó de la familia, está irreconocible. Roba para drogarse. Nos saca plata a nosotros, sus propios padres y familiares”, insiste el hombre, con inevitables lágrimas en los ojos.
Daniel me cuenta algo similar. “Tengo a dos de mis tres hijos metidos en 'esto'. Son como zombis, no se les puede ni hablar”, se desnuda, evitando mencionar la palabra “droga”.
“A uno la mujer lo dejó y no puedo ni ver a mi nieto, que se quedó con ella. Encima, cuando le hablás del tema se pone violento”, insiste el hombre con gran pesar.
No se trata de cualquier persona: Daniel es uno de mis pocos amigos mendocinos. Guaymallino él, y laburante como pocos, se siente totalmente perdido ante la situación. “Nunca me pasó algo así”, me confiesa. “Siempre hay una primera vez”, estoy por decirle, pero no… es una frase imbécil, que no sirve ante lo que me revela.
Sus palabras son calcadas a las de muchos otros padres, algunos de los cuales tuve posibilidad de conocer gracias a mi trabajo como periodista.
Sus discursos son coincidentes, al igual que su desazón. Sienten que se encuentran en un laberinto del que jamás podrán salir. Son como espectadores de una película “clase B”. Pero solo son observadores, no puede modificar el guión.
Acaso esperanzarse en que el final del film sea complaciente con ellos. Generalmente no lo es.
“Mi hijo, Agustín, empezó consumiendo y ahora vende, en cualquier momento va preso y no se qué voy a hacer cuando eso suceda”, me refiere Analía. Se trata de una de esas mujeres que deciden ser madres entrados los 50. Ahora araña los 70 y su hijo todavía no llega a los 20.
“Me siento a años luz de mi hijo, es como si habláramos idiomas distintos, sinceramente no se cómo hablarle”, me insiste.
“Le pedí que haga un tratamiento, que haga cualquier cosa, pero me dice que él no es adicto, que cuando quiera puede dejar la droga, pero es mentira, hace años que consume y cada vez está peor”, añade Analía.
Es una de las típicas excusas de quien consume, creer que tiene todo bajo control. Realmente ellos lo creen, pero es mentira. La ciencia lo ha demostrado infinidad de veces. También ha dejado en claro el severo daño que hacen los narcóticos al organismo de los seres humanos.
Ese deterioro es exponencialmente más elevado cuando se trata de aquellos que están en edad de crecimiento. Y es todo un dato, porque cada vez es más baja la edad de iniciación en el consumo.
“Chicos de 11 y 12 años ya abusan de la cocaína con habitualidad”, me dijo hace unos meses mi amigo Claudio Izaguirre, a la sazón presidente de la Asociación Antidrogas de la República Argentina.
En ese contexto, apareció en las últimas semanas otro dato desalentador: se triplicó el consumo adolescente de estupefacientes en los últimos siete años, según una encuesta de la Sedronar.
“Es mi vida, yo hago lo que quiero con ella”, le dijo Agustín a su madre cuando lo enfrentó por el tema de las drogas. En realidad, la cosa es bastante más complicada.
Quien abusa de las drogas, termina dominado por ellas, entre otras cosas porque influencian el sistema nervioso central. Ello se percibe en el incremento de accidentes de tránsito y hechos criminales de los últimos años, muchos de los cuales ocurren bajo los efectos de los narcóticos.
En Mendoza, cobró inusitada celebridad el caso de Alberto Petean Pocoví, quien acuchilló a su mujer y luego atropelló y mató a dos policías. El dato es que lo hizo bajo la influencia de la cocaína.
Entonces... ¿Alguien está pensando ahora mismo en esta maldita coyuntura? ¿A alguno le interesa hacer algo al respecto?
Por lo pronto, el tema de las drogas no aparece en la agenda de ningún gobierno desde hace décadas. No existen campañas de alerta —De hecho, ¿cuándo fue la última publicidad oficial en TV y radio?— ni proyectos para contener el avance imparable de los narcos.
El futuro de la Argentina puede verse reflejado en el cruel espejo que regala Rosario. Allí, las balas de los traficantes de la muerte han asesinado a 162 personas durante 2017. Un año antes, en 2016, ese número fue mayor: 180 fueron víctimas de los mismos narcotraficantes.
Ergo, ¿no debería ser este el debate más importante —o uno de ellos al menos— en estas horas? ¿Es que a nadie le importa lo que está pasando con la juventud argentina?
“Los pibes no tienen contención, entonces se vuelcan a la droga. No estudian, no trabajan, al Estado no le importan, entonces son presa fácil y caen en la adicción”, me dijo hace unos años un alto funcionario de la Sedronar.
En la misma conversación, ocurrida hace más de 10 años, me anticipó lo que vendría: "En pocos años, todos tendremos a algún familiar metido en la droga". No se equivocó.
Por intentar avanzar contra los narcos, ese mismo funcionario fue víctima de una "cama" en el año 2011. El kirchnerismo logró desplazarlo, luego de que se revelaran los explosivos vínculos de algunos funcionarios K con el mundo de los traficantes de la droga.
Nada parece casual: ¿Acaso la relación de la política con el submundo del crimen y los estupefacientes no se muestra cada vez más visible?
Quizás ello explique todo, o quizás todo sea solo una feroz coincidencia.
En lo personal no lo creo. Adhiero a lo que dijo hace poco el actor Hugo Weaving: “Yo, al igual que Dios, ni juego al azar ni creo en la casualidad.”