Anoche en el programa más recontra oficialista de la tele argentina, sus panelistas encabezados por Orlando Barone decretaron la muerte del periodismo. Este, basándose en un libro de un periodista vienés de finales del siglo XIX, pontificó que el periodismo “es una porquería”, y por lo tanto debería desaparecer de la faz de la tierra. Esta expresión categórica y lapidaria, digna de un Papa del Renacimiento, suscitó entre sus secuaces la evidente conclusión de que ahora, a diferencia de los 90, los hombres de prensa sólo son opositores al modelo kirchnerista y, de suyo, conspiran para su inevitable desplome.
Así, a sueldo de intereses monopólicos, estos colegas aunarían esfuerzos con los gorilas de
Enemigos acérrimos de este proceso transformador, se escudan en los detractores de la ley de medios para evitar que sus patronales no sigan teniendo sus acendrados privilegios.
Se cae de maduro que, luego de la desaparición de entidades periodísticas y colegas, ellos subirán al Parnaso de los chupamedias para recibir de manos de sus adorados patrones el premio por sus servicios prestados. Y este consistirá en erigirlos en los únicos intermediarios entre la realidad y el resto de los mortales, modernos Prometeos que junto al rejuntado de Carta Abierta y demás impresentables rentados desde Balcarce 50, poseerán ellos solitos el fuego sagrado de la información pública.
Más allá del asco y la risa que puedan provocar semejantes sandeces en un par de horas televisivas, lo tremendo de esto es que demuestra la glorificación del pensamiento único. Unos pocos individuos sentados alrededor de una mesa, compiten arduamente para demostrar quién es el mejor servidor de un gobierno que posa de progresista pero que en realidad, en 6 años le pagó al FMI 42 mil millones de dólares. Record absoluto en la historia argentina, superando con creces a la dictadura y al menemismo.
Las armas de la desidia
Si la necesidad de marketing travistió a la pareja gobernante en gigantes defensores de los derechos populares, la apelación a la victimización constante y el sonsonete cansino del golpe inminente son las otras dos herramientas básicas que aún los preservan en el poder.
Aunque desangrados por la gran huida de sectores progresistas, apelan constantemente a ese recurso para continuar abroquelando a los pocos convencidos que le son fieles.
Por eso, necesitan de la repetición incesante de los postulados mencionados arriba, por parte de los inefables integrantes del programa de marras, a fin de que ese sonsonete se transforme en una letanía. Como este escriba deslizó en un artículo anterior, cuando la ideología se vuelve sacrosanta, toda palabra u orden del mandamás de turno se convierte en mandato divino, y cualquier discurso, palabra escrita o similar, es un dogma de fe que debe ser obedecido a rajatabla. Frente a todo esto, no es necesario ni discutir ni disentir. Está demás, como también se duda de la existencia de quienes todavía intentan ejercer el derecho humano de expresarse libremente, sin la amenaza de ningún tipo de mordaza oficial.
Si uno de los pilares de la democracia es precisamente la libertad de prensa y de expresión, aquellos que la niegan, ningunean o simplemente abogan por su abolición están un poco confundidos en cuanto al régimen político que detentan. Con sólo observar la historia, caerán en la cuenta de que verdadero lado están. Seguramente, en la vereda opuesta de la inmensa mayoría del pueblo argentino, demasiado hastiado de que le impongan desde arriba la manera de pensar, de elegir libremente cómo quiere informarse, y el rechazo sistemático de todo tipo de censura manifiesta o encubierta.
Sin pluralidad de criterios, de opiniones y de pensamientos, no hay sistema político que aguante, ni mentes que lo resistan.
Fernando Paolella