El 25 de enero de 1997, ocurrió un hecho tremendo para el periodismo y para la sociedad argentina toda. Fue asesinado, por primera vez en democracia, un periodista —reportero gráfico, para ser más exactos—, llamado José Luis Cabezas. El shock que produjo ese deceso, hay que decirlo, aún hoy conserva fuertes raíces a nivel social.
Es que la idiosincrasia Argentina no estaba acostumbrada a que un hombre de prensa fuera víctima de la intolerancia de la mafia, algo que sí es usual en otros países de este mismo continente.
El caso Cabezas fue una caja de pandora que terminó mostrando cómo el Estado era “socio” de ciertos inescrupulosos personeros que viven cual sanguijuelas a costa del sacrificio de terceros. Era la mafia más pura y dura, encabezada por el narcolavador Alfredo Yabrán, desaparecido —¿desaparecido?— el 20 de mayo de 1998.
Lo ocurrido abrió los ojos a la sociedad respecto a la participación de la política en el peor de los submundos y puso sobre alerta al periodismo para que esto no volviera a ocurrir.
Los años pasaron y cada nuevo ataque a la prensa —jamás con la violencia del caso Cabezas— fue un oportuno llamado de alerta para evitar una peligrosa e innecesaria escalada.
Así fue hasta que los Kirchner llegaron al poder, en el año 2003. En un principio, la mayoría de los colegas se dejaron seducir por el discurso progresista del matrimonio gobernante y no advirtieron que escondía detrás un mensaje de odio visceral hacia la prensa.
En esos años, este periodista caminó en soledad las peligrosas calles de la crítica a la gestión oficial. Los gritos de alerta se perdían en el medio de los aplausos y halagos de los colegas que apoyaban a los Kirchner.
Pocos años debieron pasar para que la máscara oficial cayera definitivamente. Fue después de que se comprobara que fuertes escándalos golpeaban las puertas de la Casa de Gobierno y de que los medios de prensa más importantes lo reflejaran públicamente. Fue suficiente como para que el kirchnerismo mostrara su verdadero rostro, el de la intolerancia.
A partir de ese momento, el escrache y la persecución al periodismo se hicieron moneda corriente. Quien escribe estas líneas ha sido uno de los mayores perseguidos por los Kirchner y sus ministros.
Por caso, he sido el primero en ser destinatario de las incipientes querellas judiciales por parte de sus hombres. El actual jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, me hizo dos denuncias penales, una en el 2005 y la segunda en el 2009. A eso deben agregarse las amenazas proferidas contra mi persona y los aprietes a mi familia, todo lo cual me llevó a tener que exiliarme fuera de la Argentina durante gran parte del año pasado. Sólo pude regresar cuando el kirchnerismo perdió gran parte de su poder a fines de 2009.
Lo grave de esta situación es que la sufren docenas de periodistas argentinos, no soy el único. Sólo los hombres de prensa que muestran sintonía con el oficialismo de turno se encuentran a salvo de estos ataques.
Pero lo más increíble de la situación que hoy vive el periodismo argentino, es que estas embestidas provienen de un gobierno que gusta denostar los años de la dictadura militar que la Argentina sufrió en los años 70, época en la que la prensa se encontraba en riesgo permanente por intentar dar a conocer su verdad.
Ese tipo de contradicciones son las que no pueden explicar debidamente los Kirchner. Son contradicciones que han llevado a una extrema polarización de ideas entre los que apoyan su gobierno y quienes lo critican, llegando ambos grupos muchas veces al umbral de la violencia.
Hoy parece sencillo ver las cosas a la distancia, cuando el monstruo fue creado y alimentado en exceso. Lo más complicado es devolver la situación a un cauce de normalidad, del cual nunca debería haberse apartado.
¿Se podrá?
Christian Sanz
(*) Se aclara que el día de la libertad de prensa fue ayer, 3 de mayo.