¿Fue por incapacidad de quienes tuvieron la responsabilidad de contar los votos y volcar los resultados en una planilla? ¿O hubo una maniobra destinada a abultar los porcentajes de algunos candidatos y bajar los de otros? Que los presidentes de mesa no sepan sumar —en verdad, que las calculadoras sumen mal— ya resulta inconcebible.
El escrutinio —el resultado— de las elecciones primarias realizadas hace dos semanas ha quedado, en lo que al distrito bonaerense se refiere —el que determina el resultado nacional—, envuelto en sospechas. Hay opiniones divididas sobre las razones y las consecuencias de la montaña de anomalías que presenta la documentación que contiene los resultados de cada mesa de votación.
Y difícilmente se diluciden alguna vez estos interrogantes, se conozca qué pasó para evitar una reiteración ni se sancione a los responsables, se trate de negligencia o intencionalidad.
Lo único que se sabe —lo dijo el juez que tiene ante sí en estos días toda la documentación de las 32 mil urnas que 8,3 millones de bonaerenses llenaron de votos— es que nunca hubo, al menos desde 1983, tantos "errores" en un escrutinio provisorio como en estas elecciones.
En cada mesa de votación, vale tenerlo en cuenta, el presidente de mesa —acompañado por los fiscales partidarios que haya en el lugar— abre la urna, cuenta los votos que recibió cada candidato y vuelca esos datos en dos documentos que, por supuesto, deben contener idénticos resultados: un telegrama que es enviado al Ministerio del Interior donde se realiza el escrutinio provisorio en la misma noche del comicio, y un certificado para la Justicia Electoral, que efectúa luego el escrutinio definitivo.
Primero se conocieron los telegramas. Contenían errores gruesos, detectables en una observación superficial y rápida. Casilleros vacíos (cero votos) de algunos candidatos de fuerzas electorales que, en cambio, obtenían en esas mismas mesas decenas de votos para el resto de sus postulantes, y sumas que "no daban", saltaban a la vista. La revisión de unos pocos documentos ponía en evidencia la existencia de irregularidades en una cantidad preocupante.
La oposición creyó entonces que los telegramas habían sido mal confeccionados o adulterados. Y el Gobierno —mientras desdeñaba la importancia de la situación— y la Justicia Electoral salieron a aclarar que "lo que vale" es el escrutinio definitivo y los números que éste arrojara iban a despejar sospechas y dudas.
Sin embargo, el desarrollo del escrutinio definitivo está mostrando que miles de certificados de urnas también están plagados de anomalías y datos sospechosos.
Reiteradas anotaciones de cero votos para algunos candidatos; cantidades increíbles de sufragios en blanco para las categorías de gobernador e intendentes y otras rarezas o errores manifiestos. Pero lo grave es que muchas sumas de los votos que reunió cada categoría de cargos están mal hechas.
El resultado de esas sumas debe ser igual a la cantidad de votantes que hubo en la mesa. Pero la revisión de las cuentas revela que el resultado es distinto del consignado en los certificados y distinto del número de votantes (en general, se anotaron más votos que votantes). Y que los presidentes de mesa no sepan sumar —en verdad, que las calculadoras sumen mal— ya resulta inconcebible.
De esta manera, aunque no se lo admita oficialmente y ni siquiera lo digan en voz alta los políticos opositores, el escrutinio definitivo tampoco será un exacto reflejo de lo que votaron los bonaerenses hace dos domingos.
En voz baja, en uno y otro ámbito reconocen que la única solución sería un recuento de miles y miles de votos, cuando no de los 8,3 millones. Pero la Justicia decidió que no abrirá las urnas para contar de nuevo los sufragios.
No se podría llevar a cabo semejante tarea en los 18 días que median entre el comienzo del escrutinio y el día en que, en base a ese resultado, los partidos deben presentar oficialmente sus candidatos para octubre. De hacerse el trabajo, habría que correr fechas del cronograma, incluida la de la elección general.
Y acefalías en la Presidencia, en la Gobernación y en las intendencias —porque no estarían los resultados finales del comicio general para el 10 de diciembre— serían un riesgo cierto del que nadie quiere hacerse cargo.
Por lo demás, la oposición no ha sido capaz de unificar posición frente a tanto desmanejo. Los partidos que creen que no se vieron perjudicados guardan silencio. Los que entienden que les "restaron" votos tienen posturas divididas.
Algunos hacen denuncias formales y reclaman medidas. Otros sólo denuncian públicamente la situación. El Gobierno, el partido oficialista y sus dirigentes muestran un alarmante menosprecio por las sospechas que cubren la elección.
Y todos saben que, en los números gruesos, los resultados fueron "más o menos" los conocidos: nadie pone en duda que ganaron Cristina y Scioli por abrumadoras diferencias.
Pero no se trata de eso. La transparencia en la determinación de los resultados de las elecciones es un factor esencial de la democracia, hace a su existencia misma. Ni un solo voto debería quedar envuelto en la sospecha o la duda sobre si fue correctamente computado. Mucho menos, una cantidad "importante" que ni siquiera se sabe —ni se sabrá— a cuánto asciende.
Marisa Álvarez
NA