Thomas Fuller solía decir que “la desesperación infunde valor al cobarde”. Bien podría ser la frase de cabecera de Cristina Kirchner luego del discurso que acaba de pronunciar por cadena nacional.
Allí, la Presidenta no perdió oportunidad para presionar a la Corte Suprema y embestir contra el grupo Clarín luego del fallo adverso de la semana que pasó. Como se preveía, la mandataria habló —sin mencionarlo— de una suerte de “golpe institucional” llevado adelante por el grupo Clarín junto a la Corte Suprema de la Nación.
A falta de evidencia, Cristina debió forzar una lógica de pensamiento que de otra manera no se podría sostener en los hechos. "Cuando (Hipólito) Yrigoyen fue derrocado, la Corte Suprema lo avaló", aseguró intentando trazar un paralelismo imposible.
Para sumar presión a la presión, la furiosa mandataria agregó: “Demandemos mayor democratización de los tres poderes del Estado”. ¿Hacía falta presionar de esa manera a los jueces supremos a horas de tener que definir un fallo que solo es trascendente para su propio gobierno?
Hay una pregunta aún más preocupante: ¿Qué ocurrirá cuando la Corte falle contra los intereses del oficialismo, como ya anticipó Tribuna de Periodistas? ¿Qué será de la suerte de sus miembros?
“La gente quiere una justicia que le sirva al pueblo”, vociferó Cristina, como si la pulseada con Clarín fuera una cuestión de trascendencia para la ciudadanía. ¿Cómo mejorará la vida de los argentinos si la Justicia falla contra ese holding? ¿Se acabarán de golpe y porrazo la inseguridad y otros problemas coyunturales?
Con un aplomo digno del odontólogo Ricardo Barreda, Cristina habló de cómo la Corte supuestamente le falta el respeto al Parlamento, al no cumplir sus leyes. Un sayo que en realidad le cabe a su propio gobierno, el cual no solo no respeta al Congreso Nacional, sino que desoye los fallos de la propia Justicia.
Fue entonces momento de introducir a Clarín en la trama conspirativa: “No vienen por este gobierno sino por las conquistas sociales”, aseguró la Presidenta con peligrosa seguridad, lo cual potenció el ya activo frenesí de los que la escuchaban. En el mismo sentido, aseguró que ese grupo intenta derrocarla a través de sus tapas. ¿Por qué Cristina hace semejante acusación recién luego de nueve años de mandato? ¿Por qué no lo hizo antes? Peor aún: ¿Por qué no se presentó ante la Justicia?
Alguien debería recordarle a la Presidenta que hasta el año 2008, Héctor Magnetto almorzaba en la Quinta de Olivos junto a ella y su marido. ¿Acaso en esos días Clarín no era golpista?
Cristina insiste en jugar con fuego —por caso, la jugada contra la Corte Suprema le saldrá muy cara a nivel social— y dar la espalda a los verdaderos reclamos populares. ¿Hasta dónde llegará en esa errática escalada? ¿No le bastó la foto que le regaló esta noche la Plaza de Mayo, donde no alcanzaron a coexistir ni el 10% de los manifestantes que estuvieron en los últimos cacerolazos?
La realidad acaba de abofetear a la Presidenta de la peor forma: mal que le pese, ya no puede convocar al pueblo siquiera a través del más crudo clientelismo. La maroma de manifestantes rentados que aportaron los intendentes del conurbano y otros personajes de la talla de Luis D’Elía, no lograron llenar la cada vez más grande Plaza de Mayo. ¿Cuánto habrán cobrado estos últimos por los servicios prestados? ¿Cuánto cada colectivo del grupo Plaza, de los siempre sospechados hermanos Cirigliano? Poco importa el costo, la cuenta la paga siempre la ciudadanía.
Finalmente, una cosa queda clara: el relato va llegando a su inexorable fin. Quien tenga alguna duda de esto, debería prestar atención a los tibios cacerolazos que empezaron a sentirse en varios lugares de la Ciudad de Buenos Aires. No fueron casuales: ocurrieron justo cuando Cristina exacerbaba a su cada vez más pequeño séquito.