Pasaron 205 años de la Revolución de Mayo, una gesta épica que cada año se renueva en la memoria de actos escolares, puntuales conversaciones de café y demagógicos actos que van allende los colores partidarios de la política vernácula.
La evocación de lo que sucedió entonces, persiste más claramente en Wikipedia que en el recuerdo de muchos argentinos, preocupados en el reparador fin de semana largo que en los hechos históricos derivados de esos días.
Según la enciclopedia virtual, se trató de “una serie de acontecimientos revolucionarios ocurridos en mayo de 1810 en la ciudad de Buenos Aires, capital del Virreinato del Río de la Plata, dependiente del rey de España, y que tuvieron como consecuencia la deposición del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros y su reemplazo por la Primera Junta de gobierno”.
La importancia de lo sucedido entonces, se hizo carne años más tarde, durante el Congreso de Tucumán el 9 de julio de 1816, cuando se proclamó la independencia argentina.
¿Qué quedó de aquellos valores? ¿Seguimos siendo un país independiente? ¿De quién o de quiénes?
Esas preguntas requieren reformular ciertos conceptos, desgranando algo más que lo que indican los diccionarios. Por caso, cuando se menciona la independencia, ¿de qué estamos hablando? ¿Es el mismo concepto que entonces o ha variado? ¿Son los enemigos de la patria los mismos que ostentaban esos días de revolución?
El análisis es más complejo de lo que uno pudiera desmenuzar en estas pocas líneas, pero bien vale la pena bosquejar algunos tópicos al respecto.
Una enseñanza que debería haber dejado tantos años de gobiernos y desgobiernos, golpes militares, populismos y gobiernos demagogos —no todos, pero sí algunos de ellos— es que la Argentina tiene buenos y potentes anticuerpos.
¿O acaso no son —somos— sus ciudadanos los que hacen el esfuerzo una y otra vez para salir adelante, capeando incesantes temporales?
La Argentina parece sucumbir, una vez tras otra, para volver a levantarse, aún en sus peores momentos. Solo recordar algunos de ellos, como mediados de los 70, fines de los 80 y principios de la década inaugurada por el 2000.
Hay mucho más: antecedentes funestos, golpes cívico-militares, mandatarios demagogos, etc. Pero siempre, siempre, la Argentina pudo redoblar la apuesta y renacer de las cenizas.
Y allí aparece la inquietante pregunta, el incómodo interrogante: ¿Quién provocó esas crisis? ¿Cuáles fueron los grandes enemigos de la patria que llevaron a que ocurriera lo que ocurrió?
La respuesta es tan perturbadora como la pregunta, porque, si bien hubo y habrá hostilidades foráneas —a las que habrá que repudiar y combatir siempre—, el principal enemigo es el enemigo interno.
¿Quién endeudó al país hasta llevarlo casi a la bancarrota? ¿Quién destruyó la industria nacional? ¿Quién se enriqueció a más no poder en detrimento de sus propios ciudadanos? Ciertamente, no fueron los “enemigos” extranjeros.
Gran parte del arco político, independientemente de los colores y los tiempos, ha demostrado más responsabilidad por la decadencia que hoy vive la Argentina que la que pudiera ostentar cualquier otro adversario ajeno al país.
Lo mismo puede decirse de algunos empresarios inescrupulosos —muchos de ellos de renombre—, que aportaron su granito de arena para que la deuda externa llegara a niveles astronómicos durante el último gobierno de facto militar.
¿Quién fue el responsable de que esta pasara de 7 mil millones de dólares a 45 mil millones? ¿Fueron los “enemigos de la patria”? Claro que sí, pero esos enemigos estaban bien adentro de las fronteras, no afuera.
Esa enorme deuda, que aún hoy apremia al país, representa gran parte de la pérdida de la independencia lograda alguna vez. Fue una estafa al pueblo argentino, con sus sucesivas refinanciaciones, llámese plan Brady, Megacanje, Blindaje o cual fuere.
Eso sin mencionar que en 1982 la deuda de los privados fue estatizada gracias a la “eficaz” gestión de Domingo Cavallo, entonces al frente del Banco Central de la República Argentina.
De nuevo: ¿Quiénes son los enemigos de la patria? ¿Estamos seguros de que están afuera?
Uno de los tramos más elocuentes de la película argentina “La historia oficial” tiene que ver con un diálogo entre dos hermanos, uno interpretado por Hugo Arana y el otro por Héctor Alterio. El primero, entregado a su familia y viviendo en la pobreza; el segundo, asociado con la dictadura y multimillonario.
Arana le endilga a Alterio que “la guerra” que se vivió en los 70 “la perdieron los pibes, porque ellos van a pagar los dólares que se afanaron; y los van a tener que pagar no comiendo y no pudiendo estudiar”. Décadas después de ese diálogo, está claro que esto es así, mal que nos pese.
En ese contexto, vale preguntarse nuevamente: ¿Seguimos siendo un país independiente? ¿De quién o de quiénes?