“Yo tengo códigos”, me dice un colega a la hora de cajonear una investigación relacionada con un conocido referente de la política con el que supo trabajar en el pasado.
“Es una cuestión de códigos”, me explica una editora que decidió eliminar un artículo periodístico que mencionaba a un amigo de ella.
“A vos te faltan códigos”, le dice otro colega a un tercero por ventilar la corrupción de un famoso cronista de política.
¿Acaso se volvieron todos locos? ¿Qué es este “chiste” de los códigos? De pronto, no se puede hablar de nada ni de nadie por esa bendita palabra. No importa si ese alguien es corrupto o cometió una falta grave, lo que importa son los “códigos”.
¿Dónde quedó el amor por la verdad y la justicia? ¿Cuándo alguien entenderá que en lugar de "códigos" hay que tener "principios"? ¿Dónde quedó la tan necesaria cordura?
Estoy harto de los códigos, una palabra que hizo popular la mafia. Estoy podrido de los colegas, amigos y conocidos que me mencionan ese término funesto.
¿Está bien callar una injusticia por “códigos”? Es una buena pregunta que bien podrían responder los periodistas que abusan de esa palabrita. ¿Por qué no se dedicaron a otra profesión si iban a optar por callar en nombre de una regla de la mafia?
En lo personal, los únicos códigos que conozco son el Civil y el Penal. En ellos me baso para mi trabajo cotidiano y para manejarme en mi vida personal.
Lo saben mis amigos, mis conocidos, mis familiares e incluso mis fuentes de información. A todos ellos se los he dejado en claro en más de una oportunidad: si alguno comete un delito, sea cual fuere, sufrirá el rigor de mi pluma. Así de simple, no hay “código” que lo evite.
No son solo palabras: he denunciado a amigos, conocidos y fuentes de información cuando fue menester, en docenas de oportunidades. No soy responsable de sus desaguisados, sino ellos mismos.
El día que todos entendamos algo tan básico como lo antedicho, habremos dado un gran paso para ser un país del primer mundo.
Mientras tanto, hasta tanto sigamos escudándonos en conceptos como este, el de los perniciosos “códigos”, persistiremos en revolvernos en nuestra propia decadencia.