Nadie zafa. Ninguno de los gobiernos desde el menemismo a la fecha ha hecho nada para esclarecer realmente el atentado a la AMIA.
Gustan rasgarse las vestiduras apenas asumen, todos, asegurando que harán sus “mejores esfuerzos”. Incluso prometen desclasificaciones de archivos y creación de organismos independientes para avanzar en ese luctuoso hecho.
Pero todo queda en palabras. Porque finalmente terminan cediendo a las presiones foráneas, que no quieren que se llegue a la verdad.
Básicamente, porque esta es insoportable y compromete a demasiados intereses: fuerzas de seguridad, políticos de renombre, agentes de Inteligencia —locales y extranjeros— e incluso ostentosos empresarios.
Entonces, la verdad termina sepultada. Y cada nuevo gobierno le echa un poco más de tierra al asunto.
Ni Menem, ni De la Rúa, ni Duhalde, ni Néstor, ni Cristina, ni Macri hicieron nada en pos de llegar a la verdad, sino todo lo contrario. Y Alberto Fernández se encamina a lo mismo.
Porque, si no lo hace, no habrá ayuda de EEUU para negociar la deuda. Lo mismo que le sucedió a los Kirchner en 2003. Exactamente igual.
Entonces, Néstor juró que se avanzaría contra viento y marea para encontrar a los verdaderos responsables de lo ocurrido en la AMIA el 18 de julio de 1994. Pero el voluntarismo le duró poco.
En su primer viaje a EEUU debió ceder a sus pretensiones a cambio del apoyo para salir del default en el que se encontraba el país. Y así lo hizo.
A partir de entonces, todo el discurso de Cristina Kirchner sobre el tópico AMIA viró en un 180º. Se aclara que la hoy vicepresidenta supo presidir la comisión que investigó ese atentado y el de la Embajada de Israel, ocurrido dos años antes. Ergo, ella sabe bien lo que ha ocurrido allí.
La trama la he contado un millón de veces: promesas de Menem a los sirios en 1988 que no se cumplieron. Esquivo lavado de dinero narco y reactores nucleares fueron el disparador de lo que ocurriría en Buenos Aires años después.
Un atentado, luego otro atentado y, finalmente, la muerte de su hijo. 1992, 1994 y 1995. Un lunes, un martes y un miércoles.
Se inventó luego la historia de una Trafic que no es tal y se acusó falsamente a Irán. Se dijo incluso que era una escisión de la pelea entre árabes y judíos en Medio Oriente. Falso.
El expediente, en sus primeras fojas, revela toda la verdad. Allí aparece incluso la factura de la bomba que estalló en la mutual judía. Hubo mano de obra local contratada por Siria. Espías y policías federales hicieron el trabajo.
Quien llegó a avanzar más que nadie fue Mario Cimadevilla, puesto por Mauricio Macri al frente de la Unidad Especial AMIA a poco de asumir. Automáticamente fue eyectado. Solo por decir la verdad: que Irán nada tenía que ver con el atentado y que había que apuntar a Siria.
Quien abrigue alguna respecto de esta “verdad”, solo debe revisar el cable secreto EISRA 010365/1994, que fue desclasificado en 2003: allí queda de manifiesto que el gobierno del entonces primer ministro israelí Yitzhak Rabin propuso al gobierno de Menem coordinar una interpretación unificada de lo sucedido en AMIA, que conviniera a los intereses políticos de ambas administraciones. Acto seguido, se acordó acusar a Irán y dejar de lado a Siria, país al cual apuntaban todos los indicios.
De este modo, ambos gobiernos condicionaron la investigación desde el primer momento, con el acento puesto en las respectivas ventajas políticas que cada uno pudiera obtener y sin interés por descubrir la verdad y el castigo de los responsables.
En ese contexto, el anuncio que hizo Alberto Fernández de desclasificar documentos que ya estaban desclasificados, suena a burla a los familiares de las víctimas del atentado. Sobre todo cuando se ha decidido no revelar los “papers” que involucran a agencias de espionaje foráneas, como la CIA y el Mossad.
Por lo dicho, está claro que a nadie le interesa lo ocurrido en la AMIA. Ni a los referentes de la política, ni al periodismo —que ha hecho un pésimo trabajo, salvo contadas excepciones— ni a la sociedad. Todos juran que sí les interesa, pero no es cierto.
La hipocresía domina la escena. Bienvenidos al circo.