¿Qué habrán sentido en ese preciso momento? ¿Qué fue lo último que pasó por sus cabezas justo cuando supieron que estaban por ser acribillados a balazos? ¿Habrán pensado en sus esposas, en sus hijos, en sus padres? ¿Se habrán arrepentido de algo, lo que sea?
Hace exactamente 13 años, Sebastián Forza, Damián Ferrón y Leopoldo Bina fueron hallados en un descampado de General Rodríguez, asesinados de la peor manera. En lo que pareció una postal de aquellos crímenes que se cometen en México o países similares, donde la mafia gobierna.
Días antes habían dejado sus hogares para encontrarse con personeros relacionados al siempre inefable Aníbal Fernández. Eran dos grupos de hermanos, los Schillaci y los Lanatta. En pleno terruño donde el exjefe de Gabinete pisaba fuerte:Quilmes.
Sus esposas y familiares los buscaron durante seis días, con ostensible preocupación. Decidieron recorrer comisarías y juzgados, y solo escucharon lo mismo, una y otra vez: “Seguro que se fueron de joda, ya van a aparecer”, les decían. Era un fin de semana largo.
Y aparecieron finalmente, pero muertos. Asesinados por aquellos que vieron peligrar sus rentables negocios. Particularmente dos: tráfico de drogas y adulteración de remedios.
Me lo dijo el propio Forza meses antes de perecer ante una lluvia de balas, en mayo de 2008. “Me metí en negocios que no me tendría que haber metido y me van a matar”, me dijo.
Señaló a puntuales funcionarios del kirchnerismo. Con Aníbal a la cabeza. “Pedí las disculpas del caso y hacete a un lado”, le dije. Con una ingenuidad que aún hoy me avergüenza.
Forza me explicó que la mafia no tenía los mismos códigos que los ciudadanos de a pie. Que cuando le ponen precio a la cabeza de alguien, siempre cumplen. Básicamente para aleccionar a otros que intenten hacer algo similar.
Por eso, cuando el 13 de agosto de 2008 vi por televisión lo que había pasado con él y sus dos “amigos”, caí de rodillas al suelo, sin poder parar de temblar.
Me prometí entonces avanzar en la mejor investigación que pudiera hacerse a efectos de esclarecer lo ocurrido. A los dos días, ya había hablado con más de 50 fuentes de información.
Y había publicado los nombres de todos los implicados. Todos. Incluso el de Ibar Pérez Corradi, desconocido hasta ese momento.
Entretanto, el gobierno intentaba desviar la atención e imponer la idea de que los asesinos habían sido un grupo de mexicanos despechados por un cargamento de efedrina adulterado. Puras patrañas.
El juez que avanzaba en tal ficción se llamaba Federico Faggionato Márquez y se encontraba asiduamente en la zona del Planetario porteño con funcionarios del kirchnerismo, que le decían cómo debía proceder.
Me ocupé de que dejara de ser magistrado y, acto seguido, la causa empezó a transitar por el carril que correspondía, llevando tras las rejas a aquellos personajes antes mencionados, los Schillaci y los Lanatta. También se libró orden de captura contra Pérez Corradi. Solo faltaba Aníbal.
Las pruebas lo empezaban a complicar: incluso Martín Lanatta reconoció que era el verdadero autor del triple crimen. Con un agregado: reveló que a Forza lo habían asesinado por hablar conmigo aquella vez en 2008. Se lo dijo a Jorge Lanata en 2015.
Ni lerdo ni perezoso, Aníbal empezó a mover sus influencias. Hizo un eficiente —y efectivo— trabajo y logró que María Romilda Servini se hiciera cargo del expediente judicial pocos meses más tarde. La misma magistrada que 20 años antes había zafado a Carlos Menem en otra causa por narcotráfico, el tristemente célebre Yomagate.
A partir de entonces, la investigación empezó a enfocarse nuevamente en improbables sicarios mexicanos y absurdas venganzas por efedrina adulterada.
A pesar de todo lo dicho, que refiere a pistoleros de cabotaje y conexiones políticas locales, Servini parece dispuesta a insistir en la línea de investigación que ya fracasó hace una década.
Lo ha hecho bien, porque incluso ha convencido a algunos de los familiares de las víctimas del triple asesinato. Como el hermano de Damián Ferrón, Diego, con quien sabía hablar asiduamente hasta hace unos años.
No obstante, nada debería sorprender en la Argentina, un país donde ningún caso resonante llega a resolverse, llámese AMIA, Nisman o cualquier otro.
No porque no haya evidencia, sino porque no hay voluntad política. Así nos va.
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