Aunque bastante alejada de Buenos Aires, Mendoza es una provincia relevante en lo que a política nacional refiere. Por caso, se cocinan en su geografía muchas de las movidas partidarias que luego repercuten a nivel central, especialmente en el marco del justicialismo.
No casualmente, dos de los operadores más eficientes del peronismo—en el buen y mal sentido de la palabra— viven en Mendoza. Se trata de José Luis Manzano y Juan Carlos Mazzón, dos cultores del bajo perfil que digitan “a gusto y piacere” las operaciones más asombrosas —y eficaces— que puedan imaginarse.
La decadencia mendocina debe gran parte de su responsabilidad a ambos personajes, aunque no excluye la culpa de muchos otros que saben moverse en sus periferias. Los sucesivos gobiernos de la provincia, especialmente a partir de 1987, con José Octavio Bordón a la cabeza, han sucumbido a las políticas de entrega que les fueron dictadas por estos y otros operadores, de alguna u otra manera.
A lo largo de los años, se han entregado —sin miramientos— sensibles y millonarios recursos de la provincia a manos de grupos mafiosos que no solo no han sabido resguardarlos, sino que los han depredado. El petróleo y el agua son dos de los ejemplos más emblemáticos, pero no son los únicos.
Hoy en día, el lavado de dinero se pavonea en Mendoza como en pocos lugares del mundo, con expedientes judiciales que no avanzan a pesar de la concluyente prueba que allí se ha acumulado y que demuestra que importantes hoteles cinco estrellas solo sobreviven merced al incesante blanqueo de capitales.
Con el juego ocurre algo similar: grupos que han sido expulsados de México y Canadá por su demostrada pertenencia a la mafia rusa, han desembarcado en la provincia y se aprestan a echar sus putrefactas raíces aquí.
¿Quién es el responsable de que todo esto ocurra en Mendoza? ¿Quién permitió la entrega, el saqueo y el desmoronamiento de una de las provincias más hermosas de la Argentina?
En realidad, no hay un solo responsable, sino muchos. Han sido los sucesivos funcionarios que ocuparon temporalmente el Ejecutivo provincial en los últimos 25 años, en mayor o menor grado de responsabilidad. Todos se caracterizaron por efectuar estruendosas promesas de campaña que tuvieron dudosa concreción en los hechos.
Pero hay algo más importante: ninguno de los gobernantes de turno se animó a enfrentar a la mafia que opera en Mendoza. Por el contrario, le han permitido avanzar a hiperbólicos niveles de actuación, los cuales hoy son casi imposibles de desmontar.
Hay que decirlo: esos grupos —que han saqueado la provincia con una eficacia pocas veces vista— ostentan más poder que muchos políticos y referentes de primer nivel de la provincia. Es que saben dónde tocar para lograr sus objetivos y no dudan en extorsionar a relevantes funcionaros a través de diversos recursos que incluyen hasta a los medios de comunicación, muchos de los cuales les pertenecen.
El resultado de esa permisividad puede percibirse a simple vista, a través del paisaje alicaído de una provincia que hoy es casi una sombra de lo que era. Una Mendoza que debería ser ejemplo en muchos aspectos, se encuentran exprimida y en medio de una encrucijada de la cual le será muy difícil salir.
Lo peor del panorama descripto, es que la sociedad mendocina ha aprendido a vivir bajo una suerte de resignación, acostumbrándose a hechos que actúan en detrimento de su propia calidad social e institucional.
¿Cómo podrá cambiar la coyuntura luego de décadas de permisividad? ¿Podrá la política revertir un problema que parecen haber provocado sus propios referentes?
Por ahora es difícil saberlo, especialmente porque aún no se ha planteado este debate como corresponde. Nadie parece querer hablar del tema, quizás por lo doloroso de hacerlo. Como si el mero silencio calmara las profundas heridas que conviven con —y en— la sociedad mendocina.
Mal que le pese al más timorato, más temprano o más tarde, habrá que hablar de los fantasmas del pasado. Más que nada, porque siguen perturbando el presente.