"La historia es un acto de fe. No importan los archivos, los testimonios, la arqueología, la estadística, la hermenéutica, los hechos mismos; a la historia incumbe la historia libre de toda trepidación y de todo escrúpulo; guarde el numismático sus monedas y el papelista sus papiros. La historia es inyección de energía, es aliento vivificante. Elevador de potencia el historiador carga las tintas, embravece, alienta; nada de entibiar o enervar; nuestra consigna es rechazar de plano lo que no robustece, lo que no positiva, lo que no es lauro". Honorio Bustos Domecq fue el autor ficticio más importante de la literatura argentina y, aunque muchos kirchneristas no lo sepan, el más reivindicado por el gobierno “nacional y popular”. Bajo ese nombre irreal, inspirado en los apellidos de los abuelos de los célebres escritores, Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges publicaron una serie de cuentos imperdibles entre 1942 y 1967.
El kirchnerismo, como negación de la realidad, es capaz de asegurar que, en realidad, fuimos los americanos quienes conquistamos a Europa, ya que es falso lo que la historiografía liberal ha desparramado en los manuales escolares desinformando que los españoles conquistaron nuestras tierras.
En la lógica del relato, 500 años después, hay periodistas que difaman a los próceres del siglo actual, al contar que, durante la última dictadura militar, Néstor Kirchner no fue un perseguido político y que sería falso que estuvo detenido durante aquellos oscuros años. “Es el único perseguido que huye en avión, un par de años antes, a la Patagonia y se dedica a hacer plata con su nombre real”, dijo en un reportaje el periodista Lucas Carrasco, que supo conocer de cerca a las usinas del pensamiento oficial. “Muestren una foto de Kirchner con un militar”, exigen a los gritos los comunicadores que defienden las bondades del modelo más que a su propia madre ante la crítica del pasado del ex presidente en los años de plomo. Tampoco se esmeran en hallar una foto de él con alguna Madre o Abuela de Plaza de Mayo, no durante la dictadura, sino durante el alfonsinismo o los noventa.
“¿Qué es el kirchnerismo?”, le pregunté a un ferviente defensor de Cristina y de Néstor Kirchner, desde la primera hora quien estaba molesto con una nota en la que me preguntaba cómo el discurso oficial había reinventado a Jorge Bergoglio tras convertirse en Papa. “Es el peronismo de estos tiempos, nacional, popular y, fundamentalmente, antiimperialista”, respondió, sin dudar, mi interlocutor. ¿Y qué sería el peronismo? Un movimiento, es la respuesta que suele tirar la pelota afuera para definiciones más acotadas.
El antiimperialismo nació en el siglo XIX como oposición al imperialismo cuestionando los mecanismos de dependencia neocolonial caracterizados de sujeción económica y financiera.
El kirchnerismo es capaz de apoyar, fervientemente, la privatización de la empresa petrolera estatal, expropiar –eso sí, solo una parte, la de un socio devenido en enemigo-, afirmar que a los españoles no se les dará un centavo, abrirse al mundo con la multinacional Chevron y volver a sentarse a negociar una indemnización con los malditos imperialistas españoles. Los últimos tres cambios de postura se produjeron en menos de un año y una misma persona fue su protagonista. El hombre que simbolizó la expropiación fue premiado como Ministro de Economía y, a las pocas horas de asumir su cargo, aceptar el pago de una millonada –en España, aseguran que serán 5.000 millones de dólares- pero sin revelar los detalles del acuerdo por una cuestión de “confidencialidad”. Axel Kicillof es un marxista de película… de los hermanos Marx.
El kirchnerismo corre por izquierda a la oposición que, en gran parte, aplaude la reinserción del gobierno con el mundo. Festeja la llegada del “sensato” jefe de gabinete de ministros que retomó una vieja costumbre menemista de comunicarse con la sociedad: pequeñas conferencias de prensa al estilo Carlos Corach con periodistas que, a duras penas, pueden meter un bocado ante la repetición de datos, cifras, estadísticas sin fin a una velocidad que envidiaría Aníbal Fernández.
El relato ya no puede esperar a la noche, con 678, para engañar a los otros y a los propios. Ahora lo hace bien temprano, cuando el público está despabilándose. El relato todo lo justifica. Sin Guillermo Moreno, los flamantes ministros cuentan las novedosas ideas para defender “el bolsillo de los trabajadores”: sentarse con los empresarios para “esperar alcanzar nuevos acuerdos de precios”.
Hace años que repiten la frase como si se tratara de un disco rayado. Mientras tanto, la nafta “súper” de YPF aumentó un 57% en lo que va del año. El término “inflación” sigue sin aparecer en el vocabulario de los kirchneristas de ayer, hoy y siempre. Tampoco la solución al problema.
El narcotráfico desaparece de las tapas de los diarios y la ¿victoria? del gobierno contra el Grupo Clarín pareciese que se produjo en el siglo pasado. El nuevo enemigo público número 1 del “proyecto” ya no es Magnetto, ni siquiera Sergio Massa. Ahora la culpa de todo la tiene el novio enamorado del candidato pródigo que se escapó unos días a descansar a Miami. Pero Insaurralde tiene peor defensa que Boca y respondió que fueron “cuatro días y me volví un día antes”. ¿Para qué seguir?
En el placer de la literatura, Bustos Domecq ha transmitido, desde la historia, la más deslumbrante reivindicación del relato del kirchnerismo. Es justo reconocerlo.