Otra vez sopa. En las últimas horas se conocieron los nuevos índices de pobreza en la Argentina y todos empezaron a hacer la gimnasia que mejor les sale: rasgarse las vestiduras.
Vendrán horas y horas de debate periodístico y comentarios absurdos de pseudoespecialistas referidos a la manera en que se puede —y debe— acabar con ese tópico brutal.
Habrá también comentarios de ocasión, con frases hechas y sobreactuaciones ad hoc. Todos nos golpearemos el pecho y mostraremos una imagen de preocupación social que durará lo que dura una tormenta en Mendoza. Nada.
Luego, volveremos a nuestras ocupaciones, a hablar sobre algún otro tema de coyuntura o encerrarnos en nuestras propias miserias.
Demostraremos, una vez más, que no nos interesan realmente los pobres. Ciertamente, nos incomodan, quisiéramos que no existieran.
No sabemos cómo lograr que se evaporen, entonces los ignoramos. Los culpamos de todos los males del mundo, desde la inseguridad hasta el crecimiento de la droga.
Los acusamos de estropear nuestros breves momentos de ocio en lugares públicos. ¿Qué derecho tienen de venir a vendernos estampitas mientras comemos nuestro lomo a la pimienta con papas noisette?
Como sea, la hipocresía aflorará en estas horas, solo por un rato. Haremos como que los pobres nos importan, pero solo de palabra.
Nos engañaremos, nos diremos que sí nos interesan. Lo repetiremos mil veces: “Sí me importan, sí me importan, sí me importan”… ad infinitum.
Sin embargo, ¿quién está haciendo algo ahora mismo para paliar ese insoportable flagelo llamado pobreza?
Basta de mentirnos. El filósofo español Jaime Luciano Balmes ya nos dejó al descubierto hace casi 200 años: “El hombre emplea la hipocresía para engañarse a sí mismo, acaso más que para engañar a otros”.