A fines de 2004, cuando ocurrió la tragedia de República Cromañón, los Kirchner volaron de inmediato a Santa Cruz y solo hubo silencio oficial ante un hecho que merecía todas las explicaciones oficiales posibles.
En esos días, la ciudadanía insultaba a Aníbal Ibarra, jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires; Omar Chabán, gerenciador del boliche incendiado, y ponía el foco en la errática gestión de Néstor Kirchner, sobre todo sobre uno de sus ministros favoritos, Aníbal Fernández. Pronto, a fuerza de presión política y dinero oficial, las sospechas solo se enfocaron en Chabán y todo lo demás quedó en el olvido.
A lo largo de los años, la ciudadanía se olvidó de los muertos de Cromagnon y la Justicia solamente se enfocó en los eslabones de culpabilidad medios y bajos. Ya no había responsabilidad política, solo de ciertos empresarios y unos pocos inspectores municipales.
Más de seis años después, vuelve a ocurrir una tragedia similar, increíblemente a pocos metros de Cromagnon y con la misma calificación judicial —estrago doloso seguido de muerte—. Nuevamente, la primera reacción oficial se vincula al mutismo presidencial. ¿Cómo puede Cristina Kirchner viajar a Santa Cruz como si nada, en medio de un dolor social que no tiene parangón?
Los únicos que han hablado son aquellos que ya no tendrían que estar en el gobierno y lo han hecho solo para echar culpas a un maquinista de tren y un guarda ferroviario. Ninguna palabra se ha dedicado a la ineficiencia de la empresa TBA ni a la falta de controles del Estado, aún cuando han existido no pocos informes elevados al Gobierno por parte de la Auditoría General de la Nación. Frente a todo ello, ¿es posible que el secretario de Transportes de la Nación siga en su cargo?
El ex macrista Juan Pablo Schiavi ha demostrado solo ser útil para discursos de ocasión y ostentó eficacia solo en la continuación de la política de “retornos” iniciada por su antecesor, Ricardo Jaime. Eso explica que aún siga siendo titular de la cartera más cuestionada del kirchnerismo.
Lo mismo ocurre para con la firma TBA perteneciente a los versátiles hermanos Cirigliano. No es el primer escándalo que deben enfrentar, y aún así nadie jamás ha sugerido la posibilidad de quitarles la concesión de los trenes. El temor no es zonzo: ¿Qué ocurriría si algún arrepentido de ocasión contara que, de los dos millones de pesos que la empresa recibe cada día, casi la mitad vuelven a los bolsillos de los inquilinos de Casa de Gobierno?
Esa corrupción es la que explica muchas cosas, especialmente el silencio de la Presidenta. Pero esta vez no será como tantas otras, donde la sociedad termina sucumbiendo al paso del tiempo.
El grito casi unánime que en estas horas se escucha en la estación Once, lo anticipa: “¿Cristina donde está?”.