No es el caso de todos los colegas, pero sí de la gran mayoría de los que decidieron “venderse” a los servicios de delincuentes como Sergio Szpolski, Diego Gvirtz y Cristóbal López, entre otros.
Desde esas forzadas “trincheras”, puntuales periodistas decidieron atacar a los que trabajamos de manera independiente y honesta, inventándonos tramas insólitas, que ni Gabriel García Márquez hubiera imaginado en su realismo mágico.
Durante años nos acusaron de golpistas, antidemocráticos y mil calumnias más. Todo ello pagado con fondos del Estado, la famosa “pauta oficial” que les regalaba el kirchnerismo. Yo mismo he tenido que tolerar verme en la portada de revista Veintitrés como parte de una “asociación ilícita” que quería voltear a Néstor y Cristina.
Lo mismo me ocurrió con el propagandístico 678, donde me llegaron a tratar de “delincuente”, aún cuando jamás he sido condenado por ningún delito, jamás.
Ahora, esos mismos colegas, que no vacilaron en atacar a los que hacíamos periodismo honesto, piden solidaridad hacia ellos porque peligran sus fuentes de trabajo. ¿Se puede ser tan hipócrita? ¿Hasta dónde llegar la hijaputez?
Yo no me solidarizo con ellos ni lo haré jamás, porque no se lo merecen. Ni siquera son periodistas, son mercenarios, que optaron por trabajar con tipos que tendrían que estar presos. Yo mismo he recibido esas ofertas —me cansé de contar el ofrecimiento que me hizo Szpolski en 2007— pero jamás las acepté. Por una cuestión de ética profesional.
Jamás trabajaría para alguien que me dijera qué puedo decir y qué no. Ni de derecha ni de izquierda. Nadie. Lamentablemente, muchos no piensan igual. Por eso abundan los Sylvestre, los Navarro, los Víctor Hugo, los Graña, los Verbitsky y tantos otros.
Estos tipos, principalmente sus actitudes, son las que permiten entender por qué estamos como estamos. No son solo los periodistas: también los políticos, los dirigentes, los empresarios, etc.
En la Argentina hace falta un cambio cultural. No hace falta, urge...