En su cuenta de Facebook, alguien postea un documento que “prueba” que Máximo Kirchner cobra una suculenta asignación universal por hijo.
Otra persona, a través de su Twitter, jura que Mauricio Macri está internado por una fibrilación auricular.
Un tercero publica una foto de Néstor y Cristina Kirchner junto a Pablo Escobar Gaviria en los años 90.
¿Qué tienen en común las tres historias? Que son falsas, probadamente falsas.
Sin embargo, han circulado —una de ellas sigue circulando aún hoy— durante años y se han compartido cientos de miles de veces.
¿Cómo convencer a quienes las han leído una y otra vez de que se trata de puras leyendas urbanas?
Es complicado… De pronto, los hechos pasaron a un segundo plano. Ya no importa lo que ocurre, sino quién convence más con su discurso, sea este verdadero o falso.
Es el concepto de la “post verdad”, un tópico nada novedoso pero que ha cobrado inusitada relevancia luego de que Donald Trump lo reinstalara en el debate comunicacional moderno.
La progresión geométrica que representa Internet, sumado a la explosión de las redes sociales, han conspirado para que ello ocurra.
¿Cómo saber qué es cierto y qué no? ¿Cómo distinguir una noticia falsa de una verdadera?
A aquellos que pasan gran parte de su jornada hurgando en Facebook y Twitter, les es sumamente costoso separar la paja del trigo.
A su vez, la inmediatez de la información no permite que todos y cada uno de los hechos que aparecen a través de las redes sociales pueda ser verificado en tiempo real.
En ese contexto, ¿cómo hacer para distinguir lo que es cierto de aquello que no lo es? La tarea es bastante complicada, pero no imposible.
En principio, debe primar el sentido común: todo puede ser posible, pero no todo puede ser probable. ¿Quién podría creer en pleno siglo XXI que existen camionetas Trafic en las puertas de los colegios dispuestas a secuestrar a niños y adolescentes?
Aún cuando esa historia es improbable —y ya fue científicamente refutada—, todavía hay quienes persisten en mencionarla como real.
Luego, cuando el sentido común no alcanza, hay que buscar la fuente de la información que nos llega. ¿Quién lo dijo? ¿Cuándo? ¿En qué contexto?
Si no hay un rastro claro que lleve a responder alguno de esos tres interrogantes —sino los tres—, habrá que aplicar el tan necesario escepticismo. No se trata de descreer, sino de dejar en suspenso la credibilidad respecto de un hecho puntual hasta que pueda ser confirmado de manera fehaciente.
Esa es la mejor vacuna contra la información falsa, que hoy inunda las redes sociales y que, en la mayoría de los casos, resulta ser interesada. El ejemplo más concreto es el de la política, donde se propagan las falacias más increíbles.
Quienes reproducen esos datos sin hacer la mínima verificación terminan siendo funcionales a aquellos que buscan instalar hechos erróneos. A su vez, aportan a la desinformación general, con todo lo que ello implica.
Por eso, en tiempos como los actuales, en los que la “post verdad” se antepone a los hechos, hay que dar un paso atrás y mirar las cosas en perspectiva, con mayor detenimiento y evitando las explosivas pasiones.
Lo tranquilizador es saber que lo que hoy se vive es temporal. De a poco, todo volverá a la normalidad.
El caos irá cediendo al orden, como ocurre siempre, y el periodismo volverá a ser lo que siempre fue, aquel que supo definir el gran maestro Ryszard Kapuscinski:
“El verdadero periodismo es intencional... Se fija un objetivo e intenta provocar algún tipo de cambio. El deber de un periodista es informar, informar de manera que ayude a la humanidad y no fomentando el odio o la arrogancia. La noticia debe servir para aumentar el conocimiento del otro, el respeto del otro”.