Estaban incinerados. O eso al menos es lo que decía Oscar Centeno. De pronto, la aparición de 6 de los 8 cuadernos de la corrupción K sorprendieron a propios y ajenos.
Porque, como se dijo, no estaban. O estaban prendidos fuego. "Los quemé en la parrilla del fondo de mi casa", dijo el errático chofer a principios de agosto de 2018.
Poco antes, le había jurado al fiscal Carlos Stornelli que estaban en su poder. “Los tengo yo”, dijo textualmente en sede judicial.
¿Cómo entender en ese contexto lo ocurrido en las últimas horas? ¿Cuándo mintió Centeno, la primera vez o la segunda? ¿O acaso jamás dijo la verdad?
Es suspicaz que aparezcan los cuadernos a pocos días de las elecciones, porque aquella persona que los entregó bien pudo haberlo hecho mucho antes. O incluso después de los comicios del próximo domingo.
Pero no. Lo hizo ahora, sin poder desconocer la relevancia política de ese gesto. Que le da tremenda “mano” a Cambiemos en medio de una elección que se avecina esquiva.
Es bien cierto que la aparición de esos documentos refrenda todo lo que ya se venía sospechando y que puntuales testigos habían confirmado ante la Justicia. Pero ello no deja de abrir todo un abanico de interrogantes.
Porque Centeno siempre fue un tipo sospechoso. De hecho, desde un principio se presumió que fuera un espía. Porque… ¿cuál sería el sentido de anotar pacientemente cada una de las actividades que hacía, durante una década, como chofer del poder?
¿Para qué filmaba y detallaba con “pelos y señales” puntuales encuentros entre funcionarios del kirchnerismo de alta gravitación? ¿Quién le pidió que grabara aquella famosa reunión entre Néstor Kirchner y Roberto Baratta?
Crecen las sospechas cuando se recuerda que Centeno supo reportar al ejército. Misteriosamente, de allí recaló al oficio de remisero. Raro.
Ni hablar de las incongruencias que aparecen cuando se pone el foco en sus declaraciones, plagadas de contradicciones y sinsentidos.
Si a todo ello se suma la manera en la que aparecieron los cuadernos en las últimas horas, crecen los interrogantes.
Porque, hay que decirlo, no es creíble la historia que cuenta Diego Cabot, a quien —aclaro por las dudas— admiro y respeto profundamente. Un hombre misterioso, un llamado, una mochila, una despedida repentina. Solo en los libros de Robert Ludlum ocurre algo semejante.
En el mismísimo seno del gobierno asoman inquietantes versiones, que refieren a una trama de espionaje de alto vuelo. Son fuentes oficiales que juran que los cuadernos siempre estuvieron en manos de reputados exespías de la AFI. Serían los mismos que le dieron letra a Centeno.
Es decir… los informantes no descartan que lo que dicen los cuadernos sea cierto —de hecho, dos instancias judiciales han demostrado su veracidad—, pero creen que toda la trama se manejó con un “tiempismo” político que operó en favor de ciertos intereses.
Y miran en una dirección casi unívoca a la hora de las responsabilidades. Con una pregunta persistente: ¿Centeno era acaso un espía a las órdenes de Antonio Stiuso? Por ahora, es irresponsable afirmarlo de manera tajante. Pero todo indicaría que sí.
Por lo pronto, quien sorprendió este jueves fue el ministro de Justicia, Germán Garavano. Es que, sin que nadie se lo preguntara, se atajó: “El Gobierno no tiene nada que ver con la aparición de los cuadernos". Lapsus linguae le dicen los psicoanalistas.