La advertencia llegó por parte de jueces, legisladores, la Conferencia Episcopal y hasta la Corte Suprema de Justicia: el narcotráfico ha recalado en la Argentina y está haciendo estragos. En realidad, no se trata de un fenómeno nuevo ni novedoso, sino de un tópico que empezó a cobrar impulso a principios de los años 90.
Se dio inmediatamente después de que el recién electo Carlos Menem dijera en un discurso público que estaba dispuesto a aceptar capitales “de cualquier color y procedencia”. El mensaje lo entendieron quienes debían entenderlo y, acto seguido, los capitales más sospechados del mundo aterrizaron en el país para nunca más irse.
Prontamente se descubrió la punta del ovillo, a través de las ingratas “valijas de Amira Yoma”, las cuales dejaron a la vista incómodas conexiones entre mafias sirias, cárteles de Miami y políticos argentinos. Parte del rastro de esos vínculos quedaron expuestos luego del atentado a la AMIA, ocurrido el 18 de julio de 1994.
El menemismo regaló una postal devastadora: de repente, se hicieron carne aquellas escenas que solo se veían en películas de Francis Ford Cóppola. Crímenes por encargo, ajustes de cuenta, decomiso de grandes cantidades de estupefacientes, lavado de dinero a gran escala etc. ¿Qué hicieron los referentes políticos al respecto? Nada de nada.
Esa inacción provocó que el fenómeno fuera in crescendo, logrando su hipérbole durante el kirchnerismo. Las sospechas respecto de los vínculos entre el narcotráfico y lo más granado de la política se hicieron carne.
Aparecieron entonces aportantes vinculados a la droga, crímenes que intentaron tapar esas relaciones, blanqueo de capitales que terminaron en paraísos fiscales, nexos con mafias enquistadas en gremios sindicales millonarios y referentes políticos nombrados de manera reiterada en expedientes judiciales de carácter Federal.
Al mismo tiempo, se instrumentaron una serie de medidas que ayudaron a potenciar la locura: se desmantelaron los pocos radares que podían interceptar aviones narcos, se descabezó la cúpula de la secretaría de lucha contra las drogas y se impulsaron proyectos de ley que intentaron despenalizar, no ya el consumo de estupefacientes, sino la tenencia.
A su vez, se frenaron las causas judiciales que comprometían a funcionarios del oficialismo en el tráfico de narcóticos y se permitió que crecieran las bandas relacionadas al mismo delito.
Todo ello fue lo que llevó a la situación que hoy se vive en nuestro país, ni más ni menos. Sin embargo, los funcionarios del kirchnerismo prefieren ver inexistentes conspiraciones por parte de desdibujados jueces federales. Es curioso, porque se trata de los mismos magistrados que ellos mismos manejan por control remoto, a través de los oficios de tipejos como Javier Fernández.
La realidad es otra: cuando la justicia salteña o jujeña intenta avanzar contra los narcos de turno, referentes de la talla de Aníbal Fernández, Sergio Berni o Nilda Garré, se apuran a frenar los expedientes de marras.
Es lo que ocurrió el 8 de mayo de 2004 cuando cuatro efectivos de la Policía Federal —entre ellos el entonces tercer jefe de la Delegación Salta— fueron detenidos en Jujuy con 116 kilos de cocaína, luego de volcar la camioneta oficial en la que viajaban.
La Policía Federal sostuvo que la droga que tenían los agentes había sido incautada durante un procedimiento realizado en la ciudad fronteriza de Salvador Maza y que los uniformados la estaban trasladando desde esa ciudad hasta la capital salteña. Pronto se supo que eso no era verdad y el juez federal jujeño Mariano Cardozo, ordenó detener a los policías hasta que todo se esclareciera.
Quien finalmente aclaró todo fue otro magistrado, Raúl Reynoso —de la localidad de Orán—, quien contó que él mismo había ordenado realizar peritajes sobre esa droga y solicitó a los uniformados que le enviaran el sumario con el cargamento de cocaína, lo cual nunca sucedió. En lugar de ello, la comisión policial partió desde Salvador Maza, en Salta, por la ruta 34 y, lejos de dirigirse a Orán, siguió viaje a través de la provincia de Jujuy, en dirección a la capital salteña. A partir de ese momento, funcionarios judiciales que intervinieron en la causa comenzaron a evaluar la posibilidad de que los policías estuvieran traficando esas drogas.
En ese marco, sucedió lo inesperado: Aníbal Fernández envió al entonces director de Delegaciones de la Policía Federal, comisario José Darío Mazzaferri para apoyar a los policías detenidos, lo cual fue interpretado por los jueces —junto a varios llamados del hoy senador nacional— como un "acto mafioso". Según consignó entonces Revista XXIII, había habido presiones para que el juez de Orán "inventara un operativo para justificar el origen de la droga".
"Tengo la absoluta tranquilidad respecto al proceder de los efectivos", aseguró Mazzaferri en referencia al proceder de los uniformados que llevaban la droga. Días después, el 8 de junio, fue citado a declaración indagatoria por el juez federal de Salta, Miguel Medina, acusado de entorpecer la labor judicial al manifestar públicamente que el secuestro ilegal de cocaína había sido "exitoso" y defender la labor de los efectivos que estaban detenidos.
Concluyendo
Cuando se habla de narcotráfico y permisividad, deben tenerse en cuenta este tipo de cuestiones. Son postales que, aunque parezcan aisladas, permiten armar el rompecabezas general.
Anécdotas similares a la revelada, se cuentan por docenas. Los jueces y fiscales no se cansan de denunciarlo, no ya en off the record, sino públicamente. Los nombres de aquellos que los presionan aparecen por doquier, son siempre los mismos.
¿Qué interés puede tener un gobierno en combatir el narcotráfico cuando presiona al escaso Poder Judicial que trata de avanzar contra ese flagelo?
La única verdad es la realidad: el tráfico de estupefacientes es el negocio más rentable del mundo, mueve más de 700 mil millones de dólares por año y supera incluso al contrabando de armas.
Ese es el tópico que explica el crecimiento del narco, con algunos imbéciles defensores incluidos.
Lamentablemente, algunos de ellos ocupan cargos públicos. No es poco.